EL CALOR

A nadie escapó lo que todos vivimos en estos meses de verano. Hurtado de Mendoza llamó a Getafe “Aranjuez del mismo infierno”. No lo discuto, pero también existía un Aranjuez infernal.  

Ya en ese mismo siglo XVII la marquesa de Villars (1679) construyó un retrato del contraste, tomando como referente el clima continental del centro de la Península: “hay que decir la verdad: ese jardín para España, es agradable por la cantidad de fuentes y de árboles que allí hay”, con un pero “esa morada es mortal en verano”.  

En el siglo XVIII Giuseppe Baretti (1760) se lamentaba: “es una pena que en los meses más calurosos del año el aire no sea demasiado saludable. Los que estamos en esta temporada quedamos sujetos a las fiebres tercianas y cuartanas”. 

Ciertamente los vapores del río, los pantanos sin desecar y la poca circulación de aire en el valle hacían Aranjuez insufrible, muy distinto al ambiente primaveral. José Viera y Clavijo, en 1774 afirmaba: “no era éste aquel Aranjuez de mayo y de las parejas, sino el de las tercianas y moscas”.  

Henry Swinburne (1776) observó lo efímero de la eterna primavera, y el reducto del jardín como la única opción frente a la ciudad casi desértica: “su belleza pronto se desvanece al acercarse el verano; a medida que hace calor, la compañía que elige caminar se retira a un jardín en una isla del Tajo, en el lado norte del palacio”.  

Lo cierto es que como contaba Bourgoing por esas fechas “mientras la temperatura sea moderada, todo encanta los sentidos; saboreamos la felicidad de la existencia. Pero cuando la ola de calor aparece, cuando el aire caliente que envuelve el valle se satura de las exhalaciones de un río fangoso y lento en su curso, y el sol elimina los vapores nitrosos de las colinas entre las que fluye el Tajo, entonces este valle de Tempe se convierte en una estancia perniciosa, capaz de enriquecer el Aqueronte en un día”. 

El ciclo estacional de la Corte estaba motivado por el microclima ribereño: “La corte se queda en Aranjuez desde finales de enero hasta el último día de junio; a partir de ese momento (…), esta estancia, es muy mala en verano” (Marcillac, 1805).  

Pero no todos los pobladores podían hacer lo mismo. Aunque el aire era insalubre, el  mantenimiento de los bienes de la Corona obligaba a sus empleados a permanecer en el lugar: “así que nos alejamos de [esta] especie de desierto donde solo aquellos que están apegados a ella permanecen ya sea por su profesión o por su pobreza”. Era Bourgoing quien, con los cortesanos y diplomáticos, abandonaba el Real Sitio.  

Pero los vecinos habían encontrado alternativas: “para cuando llegan los violentos calores del verano, el aire de este lugar está cargado de exhalaciones del valle pantanoso, y se vuelve tan nocivo, que incluso los habitantes se ven obligados a retirarse a las tierras altas vecinas” (Alexander Slidell-Mckenzie, 1830).  

Con el tiempo, las enfermedades se erradicaron, mediante la desecación de pantanos y madres del río, pero el calor nunca abandonó el lugar. Los refugios hoy siguen siendo los mismos: las elevaciones que acotan el valle y las sombras de los jardines. Y aunque la otra alternativa, la del baño en el río y las caceras, nos está vedada, siempre nos queda el abanico y la siesta a la sombra de un árbol.  

 

Imágenes 

Huysmman, Aranjuez. (s.f.)  

Abanico con Escenas del Motín.  (Museo de Madrid). 

ParcerisaPalacio de Aranjuez. (Colección Carmen de Oro Merino). 

Editado el 13/07/2020 en Facebook

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